En el verano de 1996 Leslie Cochran llegó a la ciudad de Austin, Texas. El forastero, un cowboy estrambótico que cambió sus espuelas por un tanga de leopardo, entró como un bandolero por la calle sexta a lomos de un triciclo. Un año entero le llevó el trayecto desde Florida hasta allí, no tanto por la falta de brío en su pedalada como por el corto recorrido de las ruedas de su vehículo. Aunque al principio los lugareños le miraron extrañados, sin atreverse a salir de los porches, Mr. Cochran acabó convirtiéndose en un vecino ilustre de la capital tejana. Leslie era un "homeless" profesional, un "sin techo" vocacional, un vagabundo nómada que acabó encontrando en Austin un lugar donde quedarse, quizá porque allí todo se mueve y se estremece con el ritmo de unos renglones de Jack Kerouac y los adoquines de las calles parecen regenerarse como las células de un cuerpo humano, que se renueva por entero en un par de años.
Cochran tenía estos adoquines por cama y estas calles por hogar, vestía siempre prendas de mujer, con la ropa interior por fuera, como un Superman travestido que defendía los derechos civiles, en especial de los mendigos maltratados por los secuaces del sheriff. Llegó un momento en que todos saludaban al forastero tocándose con el índice el ala del sombrero. Todos tenían simpatía a Mr. Cochran y a los discursos que sacaba de su barba poblada e hirsuta. Tanto es así que se presentó tres veces como candidato a la alcaldía y una de ellas, a punto estuvo de ganar. Se convirtió en el último héroe del corazón contracultural, contestatario y libertino de Austin, incrustado en el núcleo de la muy conservadora República de Texas. Se convirtió en el rey sin corona de una ciudad que patrullaba siempre subido en su triciclo, vigilando que los ciudadanos no se volvieran demasiado cuerdos, que mantuvieran una pulsión patológica por vivir, una creatividad salvaje y un ingenio irreverente que desafiara las cuadrículas morales, los domingos burgueses y los "God Bless América". No fue pionero, pero sí un tronco que hizo arder bien fuerte la hoguera de lo estrafalario y lo extraordinario que prende en Austin, desde hace décadas.
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